jueves, 13 de noviembre de 2008

GATOS Y VAGABUNDOS


Tarde de domingo neblinosa. Suena pachanga en el baile de los abuelos, y las calles notan la resaca del sábado. Un gato callejero husmea en los contenedores de basura mientras un perro, sujeto por su dueño, lo mira atentamente desde la otra acera. Distintas vidas, el mismo interés. El gato termina su búsqueda y se pierde entre los setos mientras el perro observa el agujero por el que se ha metido, hasta que su amo tira de él y se lo lleva. No parece muy contento.

El bar de la esquina está repleto. Los parroquianos miran la tele y vociferan: hay fútbol. En la calle un vagabundo sustituye al gato y revuelve las bolsas de basura, recoge ropa vieja, se rasca la nuca. Pasa lentamente un coche. Cuatro pelones, con el chunda-chunda a tope, miran al viejo vagabundo y se ríen. Junto al semáforo alguien ha vomitado, y parte de su borrachera está tirada en el suelo, esperando a que pasen los barrenderos para llevársela.

La niebla se espesa, aprieta el frío. Las calles empiezan a ser más inhóspitas que de costumbre. Son un desierto de asfalto y hormigón, de farolas borrosas, de luces heladas detrás de los cristales, de gente con prisa por llegar a casa. El gato reaparece, mira a un lado y a otro de la acera y corre hacia la esquina más próxima. El vagabundo lo sigue con la mirada, farfulla algo con su voz aguardentosa y se aleja de los contenedores, en pos del gato. Puede que esta noche tenga compañía. Los gatos y los vagabundos saben mucho de soledades compartidas, de silencios a gritos.

El cristal de la ventana se empaña, y el mundo exterior se difumina. Voy a ver la tele un rato, quizás necesite un trago de falsa realidad enlatada para evadirme.

Gato callejero